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Precariedad y crisis del empleo como principal forma de integración social

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El pasado 12 de noviembre de 2016 la Coordinadora Federal de Izquierda Unida aprobó el lanzamiento de una Campaña contra la Precariedad. Como se constata en el documento de presentación de la campaña “…hay 3,7 millones de personas en este país que subsisten con salarios inferiores a 300€ al mes. De este modo tener un trabajo asalariado se considera un privilegio y genera un fenómeno de consolidación de la precariedad con la normalización de la figura del trabajador/a pobre. A todo esto se suma la extensión de la pobreza estructural con más de 1,5 millones de hogares sin ningún tipo de ingreso, más de 4 millones de personas paradas, más de un 50% de paro juvenil o un 30% de pobreza infantil…”

Esta realidad de nuestro país es indicativa de un fenómeno más general que no es otro que la crisis del empleo como principal forma de integración social.

Es indudable que en el siglo XX la garantía del derecho a la existencia digna de todos tuvo un importante avance, al menos desde un punto de vista formal, con la constitucionalización del Estado social, en sus distintas formas, en las Constituciones del periodo de entreguerras y en las normas fundamentales posteriores a al fin de la II Guerra Mundial, como una especie de compromiso implícito de clases, expresado en un pacto asimétrico entre capital y trabajo: lo que se ha llamado pacto keynesiano o fordismo.

A tenor de dicho pacto que permitió al capitalismo disfrutar durante tres décadas de una expansión sin precedentes, el trabajo acepta la lógica de la ganancia y del mercado, a cambio de un capitalismo regulado, la consolidación del derecho del trabajo y la seguridad social, límites a la autonomía contractual civil, el desarrollo de criterios objetivos de responsabilidad, la previsión de riesgos y la juridificación de intereses colectivos hasta entonces excluidos del contrato social mediante el reconocimiento constitucional de los derechos sociales clásicos (sanidad, seguridad social, vivienda, educación, etcétera)

No obstante, como es sabido, el carácter meramente programático de los derechos sociales, da un sentido “débil” a su constitucionalización en comparación con las garantías jurisdiccionales que se otorgan a los derechos y libertades políticos “clásicos”, esto es, los derecho sociales son mandatos políticos o normas de efecto indirecto, no verdaderos derechos subjetivos, que requieren la intervención del legislador ordinario para su efectividad. Todo ello multiplica los espacios de legalidad atenuada y de discrecionalidad en el desarrollo y aplicación de los derechos sociales.

Por otra parte, aunque son evidentes las conquistas y mejoras sociales que en el Estado del bienestar se obtuvieron  por los trabajadores y otros sectores vulnerables que hasta entonces estaban privados del ejercicio real y efectivo de la ciudadanía, es un hecho que el contexto de capitalismo fordista en el que se desarrollaba implicó que los derechos sociales se configuraron objetivamente como un medio de costear la reproducción y cualificación de la fuerza de trabajo a través de las prestaciones sanitarias, educativas, de vivienda o de seguridad social y, únicamente, se obtenían si se ha participado en el proceso productivo como trabajador.

El empleo se configuraba así como la principal garantía del derecho a la inserción y del reconocimiento social. De tal manera que en los llamados Estados del bienestar el reconocimiento formal de derechos no comportó la igualdad real de las condiciones de vida de los ciudadanos, sobre todo, de quienes no conseguían acceder, o accedían de forma limitada, a la ciudadanía a través del trabajo formal: mujeres fuera del mercado laboral o en la economía informal, desempleados de larga duración, discapacitados o extranjeros. Y las políticas asistenciales no fueron capaces de acabar con la exclusión social, ni romper los espacios de dominación privados, económicos, culturales o de género, creando los subsidios de cobertura de mínimos a los más necesitados una importante espiral de dependencia en muchas personas, que les impide desarrollar sus respectivos planes de vida y, en ocasiones, les estigmatiza como culpables de su propia exclusión.

Estas tendencias se ponen de manifiesto con más crudeza a partir finales de los años setenta del siglo pasado, con el inicio de la hegemonía del neoliberalismo que viene a romper el consenso fordista de postguerra. Dicho proceso caracterizado por la extensión de la economía financiera en detrimento de la productiva y la desenfrenada carrera por la reducción de costes sociales contribuyó a socavar la base del contrato constitucional del Estado social.

Y así los derechos sociales y el bienestar material (“de la cuna la tumba”) que gran parte de la población trabajadora occidental parecía haber logrado irreversiblemente, como consecuencia de las luchas obreras de finales del siglo XIX y del primer tercio del XX y del compromiso de clases alcanzado después de 1945, se han visto seriamente amenazados en los años de “globalización neoliberal”, en los que se han invalidado nexos causales como el de producción-ocupación, salario-productividad y ha disminuido el papel del Estado nación como agente del proceso de acumulación y como regulador, mediante la política fiscal, de la distribución de la renta.

La eliminación de controles políticos a los mercados, las políticas indiscriminadas de privatización y reducción de servicios públicos y la “rebaja” de los derechos laborales han acabado por desatar un aumento de las desigualdades sociales, más acentuado desde 2008 con la crisis económica aguda en la que todavía estamos, que reduce la autonomía individual y colectiva de amplios sectores de la sociedad.

Paralelamente este capitalismo desregulado ha ocasionado la división de las clases trabajadoras, con un sector de obreros con empleos estables cada vez más minoritario, un creciente número trabajadores con empleos precarios, sin derechos ni garantías, cuando no en situación de exclusión como los asalariados con sueldos bajo el umbral de pobreza (working poors), en cuyo caso, en palabras de Paul Lafargue “el derecho al trabajo es el derecho a la miseria.

Esta fragmentación y flexibilidad del mundo laboral, el cambio de la tipología tradicional de las formas de empleo y de las relaciones de producción, han provocado igualmente una vuelta a la negociación individual de las condiciones de trabajo frente a la negociación colectiva. Y es indudable que la subordinación imperante en las relaciones laborales, a pesar de la constitucionalización de los derechos sociales y de los principios del derecho del trabajo, se ve incrementada en el caso de la contratación y negociación individual cuando carece de los contrapesos adecuados y de los vínculos de solidaridad de clase, articulados como formas colectivas de representación y mediación, como sucede con la actual crisis de los sindicatos obreros clásicos.

Por ello, hay que ser conscientes que, en estas circunstancias, el empleo ha dejado de ser la principal forma de integración social, al haberse roto el modelo de pleno empleo sobre el que giraba el Estado del bienestar. La situación actual del mercado laboral se caracteriza por una inseguridad que no tiene sólo que ver con la disminución del volumen de trabajo, sino también por el dominante principio neoliberal de abaratar para las empresas los costes sociales, lo que lleva inevitablemente a la precarización de la situación de los trabajadores y al deterioro de los derechos laborales.

En este contexto, el desempleo es un ya un fenómeno estructural, acentuado en estos tiempos de crisis. Ningún trabajador activo tiene la certeza de disfrutar de un empleo para toda la vida, ni de cotizar lo suficiente para generar el derecho a una pensión de jubilación en el futuro, ya que las trayectorias laborales son fragmentarias e inciertas y los gobiernos tienden a recortar las pensiones públicas y endurecer los requisitos para acceder a las mismas. Al mismo tiempo los índices de pobreza aumentan y por debajo de su umbral están muchos asalariados.

Por tanto, para combatir la creciente precariedad social en las condiciones de vida de la clase trabajadora, un programa de izquierdas debe insistir en la necesidad del gasto público y del gasto social, financiado con un sistema tributario progresivo, para mantener los servicios públicos y la universalidad e incondicionalidad de las prestaciones sanitarias, educativas, sociales, culturales y económicas públicas, pero también propugnar la extensión a los derechos sociales, en la medida de lo posible, de las garantías jurisdiccionales que ya tienen los derechos políticos “liberales”, vinculando a los poderes públicos, pero también a los poderes sociales y económicos, al cumplimiento, en esta materia, de las obligaciones de respeto promoción y no discriminación.

Pero con eso no basta, tampoco con limitarnos a reivindicar el derecho a un empleo digno. Habría que reivindicar más bien el derecho al trabajo en un sentido amplio, como derecho a la inclusión y reconocimiento social, como el derecho que toda persona tiene a desempeñar una tarea en la que aporte su creatividad, sus dotes psicológicas y sus aptitudes físicas. Desde este punto de vista, el empleo o trabajo asalariado es pues un subtipo de trabajo, junto a otras ocupaciones de igual relevancia social, aunque no lo suficientemente valoradas o reconocidas, como el trabajo voluntario o los trabajos reproductivos. Para ello el Estado ha de implantar mecanismos institucionales que doten de seguridad material y económica a todos los ciudadanos y que aseguren su derecho a la existencia social, independientemente de que participen, o no, en el proceso productivo como trabajadores.

Es por ello que en la Campaña contra la Precariedad se deben contemplar propuestas que permitan ampliar la autonomía individual y colectiva de las personas, ayudando a erradicar las situaciones de pobreza y conjurando la estigmatización y clientelismo que suponen las políticas sociales asistencialistas. Así, en el debate político que Izquierda Unida impulse, deben estar medidas como la Renta Básica o el Trabajo Garantizado, que no tienen por qué ser incompatibles y que tienden a una política de igualación social, sustancial y universal, que aunque, aparentemente más costosa, a la larga resulta más legítima y eficaz, ya que “la primera ley social es pues la que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios de existir. Todos los demás están subordinados a esta. La propiedad no ha sido instituida o garantizada para otra cosa que para cimentarlo” (M. Robespierre. Discurso a la Convención de 2 de diciembre de 1792. Sobre las subsistencias y el derecho a la existencia).

 

José Miguel Sebastián Carrero

Portavoz Asamblea IU Las Rozas – Las Matas y miembro del Observatorio de Renta Básica de Attac Madrid.

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